lunes, 1 de agosto de 2016

LA INDULGENCIA DE LA PORCIÚNCULA: “EL PERDÓN DE ASÍS”.




El Papa Francisco en la Bula Misericordiae Vultus (MV) nos comparte su gran deseo de llevar la bondad y la ternura de Dios a todos los hombres del mundo: “¡Cómo deseo que los años por venir estén impregnados de misericordia para poder ir al encuentro de cada persona llevando la bondad y la ternura de Dios!” (MV n. 5).

Una de las funciones principales de la Iglesia es la de santificar las almas y hacerlas partícipes de los bienes sobrenaturales, en este sentido el Papa san Juan XXIII en su Carta Encíclica Mater et Magistra sostiene: “Madre y Maestra de pueblos, la Iglesia católica fue fundada como tal por Jesucristo para que, en el transcurso de los siglos, encontraran su salvación, con la plenitud de una vida más excelente, todos cuantos habían de entrar en el seno de aquélla y recibir su abrazo” (MM n 1). En efecto, la santa Iglesia, por medio de sus pastores – santos y eximios- desde sus inicios ha buscado los medios necesarios para que cada persona experimente en carne propia, ya en esta vida, el perdón y le misericordia de Dios.

En este sentido, una de las maneras para gozar de la gracia divina, del perdón y de la misericordia de Dios es la indulgencia. La indulgencia tiene que ver con: la confesión, los pecados, la redención y la comunión de los santos.

Es conveniente precisar algunos puntos. El Catecismo de la Iglesia Católica define claramente qué es indulgencia: “La indulgencia es la remisión ante Dios de la pena temporal por los pecados, ya perdonados, en cuanto a la culpa, que un fiel dispuesto y cumpliendo determinadas condiciones consigue por mediación de la Iglesia, la cual, como administradora de la redención, distribuye y aplica con autoridad el tesoro de las satisfacciones de Cristo y de los santos” (CEC n. 1471). Asimismo nos dice que hay dos tipos de indulgencias: parcial y plenaria.

Uno de los efectos de nuestro bautismo es que se le borra el pecado original y todos los pecados cometidos hasta entonces por el creyente. Pero eso no quiere decir que el hombre bautizado nunca va a volver a pecar en su vida. Como frágil y débil muchas veces caerá en la tentación y pecará. Ahora bien, cuando  el hombre peca adquiere la condición de pecador, se aleja del Señor y queda, en efecto, inclinado al mal. La manera cómo se restablece la reconciliación con Dios es participando del sacramento de la reconciliación. Pero, el pecado no solo exige decir la culpa por medio del sacramento de la reconciliación, sino que exige también, en justicia, una reparación, que se llama también pena, expiación o penitencia. En este sentido, la Indulgencia va dirigida para la remisión de la pena temporal. Por tanto, no se debe confundir con el sacramento de la reconciliación.


Ahora bien, para el tiempo de san Francisco de Asís y antes de la Indulgencia de la Porciúncula  no se reconocía en la Iglesia otra indulgencia plenaria que la otorgada a los que tomaban la cruz e iban a combatir por la Tierra Santa. En efecto, todo cruzado, con sólo confesarse, obtenía remisión completa, no sólo de todas las penas eclesiásticas, sino también de todas las del purgatorio, de modo que su alma podía pasar inmediatamente de su envoltura corporal a la gloria del paraíso.

Esta indulgencia de la cruzada, que se llamaba indulgencia de Tierra Santa, fue después extendida a los que, impedidos por alguna causa grave, no podían ir a la guerra santa, pero contribuían a ella con dinero o con tropas armadas.

Es de resaltar que la capilla de Santa María de la Porciúncula o llamada también Santa María de los Ángeles fue muy amada por san Francisco y fue el lugar donde tuvo origen la Orden de los Hermanos Menores. Pues así lo atestigua biógrafo Tomas de Celano en la Vida segunda: “El santo amó este lugar sobre todos los demás, y mandó que los hermanos tuviesen veneración especial por él, y quiso que se conserve siempre como espejo de Religión en humildad y pobreza altísima… El dicho Padre (san Francisco) solía decir que por revelación de Dios sabía que la Virgen Santísima amaba con especial amor aquella iglesia entre todas las construidas…, y por eso el santo la amaba más que a todas” (2Cel n. 18-19).

Cómo no amar esta pequeña porción de tierra donde tiene experiencia de Dios; cómo no amar este lugar, cuna del franciscanismo, donde nuestra Santísima Madre demuestra singular predilección. Cómo no amar este lugar donde se respira el aroma del perdón y la misericordia. Según Tomás de Celano, tuvo el Santo cierto día una extraña visión en que vio gran multitud de hombres de todas las razas y pueblos afluir a la pequeña iglesia de la Porciúncula buscando el perdón y la misericordia de Dios (cf. 1 Cel n. 27).

Y es aquí, en la capilla de Santa María de la Porciúncula, según narran los documentos de la época, donde san Francisco tiene una visión acerca de la indulgencia que tiene que solicitar al Papa Honorio III: «Estando el bienaventurado Francisco en Santa María de la Porciúncula, le fue revelado del Señor que se acercase al Sumo Pontífice Honorio III, que entonces se hallaba en Perusa, a fin de impetrar de él la indulgencia para la dicha iglesia de Santa María que había reconstruido. El papa Honorio permaneció en Perusa hasta el 12 de agosto. Levantándose Francisco de mañana, llamó a su compañero fray Masseo de Marignano, se presentó con él al dicho señor Honorio y le dijo:

    Santo Padre, hace poco reparé para Vos una iglesia en honor de la Virgen, madre de Cristo; suplico a Vuestra Santidad que pongáis allá indulgencia sin ofertas.

Le respondió que convenientemente no podía hacerse esto, pues el que pide indulgencia, menester es que la merezca aportando ayuda:

-- Pero indícame cuántos años quieres y qué indulgencia deseas se ponga allá.

A lo que respondió San Francisco:

-- Santo Padre, plegue a Vuestra Santidad darme no años, sino almas.

Y el señor Papa le dijo:

-- ¿Cómo quieres las almas?

El bienaventurado Francisco respondió:

-- Santo Padre, si a Vuestra Santidad le agrada, quiero que cualquiera que venga a esta iglesia confesado y contrito y absuelto como conviene por el sacerdote, quede libre de pena y de culpa en el cielo y en la tierra desde el día del bautismo hasta el día y la hora que entró en esta dicha iglesia.

El señor Papa le respondió:

-- Mucho pides, Francisco, pues no es costumbre de la Curia romana conceder tal indulgencia.

El bienaventurado Francisco le replicó:

-- Señor, no lo pido de mí; lo pido de parte del que me envió, el Señor Jesucristo.

Entonces el señor Papa exclamó tres veces:

-- Pláceme que la tengas.

Los señores cardenales que estaban presentes respondieron:

-- Mirad, señor, que si a éste le concedéis tal indulgencia, destruís la indulgencia de Ultramar, y se reduce a la nada y por nada será tenida la indulgencia de los apóstoles Pedro y Pablo.

Respondió el señor Papa:

-- La hemos dado y concedido, y no es conveniente revocar lo hecho. Pero la modificaremos fijándola en un solo día natural.

Llamó entonces a San Francisco y le dijo:

-- ¡Ea!, concedemos desde ahora que cualquiera que viniere y entrare en dicha iglesia bien confesado y contrito, quede absuelto de pena y de culpa, y queremos que esto sea valedero perpetuamente todos los años, solamente por un día natural, desde las primeras vísperas del día hasta las vísperas del día siguiente.

Entonces Francisco, después de inclinar con reverencia la cabeza, comenzó a salir del palacio. Viendo el Papa que se iba, le llamó y le dijo:

-- ¡O simplón!  ¿Adónde vas? ¿Qué garantías llevas tú de la indulgencia?

Y el bienaventurado Francisco respondió:

-- Me basta vuestra palabra. Si es obra de Dios, Él mismo la manifestará. No quiero otro instrumento, sino que la bienaventurada Virgen María sea la carta, Cristo el notario y testigos los ángeles.

Él tornó de Perusa hacia Asís, y llegando a medio camino, al lugar que se llama Collestrada, donde había hospital de leprosos, descansando un poco con su compañero, se durmió. Despertóse, y después de la oración llamó al compañero y le dijo:

-- Fray Masseo, te digo que, de parte de Dios,  la indulgencia que me ha concedido el sumo Pontífice ha sido confirmada en los cielos» (Diploma del obispo Teobaldo).

Es así como en julio de 1216, Francisco pidió en Perusa a Honorio III que todo el que, contrito y confesado, entrara en la iglesita de la Porciúncula, ganara gratuitamente una indulgencia plenaria, como la ganaban quienes se enrolaban en las Cruzadas, y otros que sostenían con sus ofrendas las iniciativas de la Iglesia. De ahí el nombre de Indulgencia de la Porciúncula o Perdón de Asís.

Si bien es cierto no hay un documento que certifique la Indulgencia de la Porciúncula, lo cierto es que la Iglesia ha seguido, hasta nuestros días, otorgando y ampliando esa gracia extraordinaria. En la actualidad, esta Indulgencia puede lucrarse no sólo en Santa María de los Ángeles o la Porciúncula, sino en todas las iglesias franciscanas, y también en las iglesias catedral y parroquial, cada 2 de agosto, día de la Dedicación de la iglesita, una sola vez, con las siguientes condiciones:

1.      Visitar una de las iglesias mencionadas, rezando la oración del Señor y el Símbolo de la fe (Padrenuestro y Credo).
2.      Confesarse, comulgar y rezar por las intenciones del Papa, por ejemplo, un Padrenuestro con Avemaría y Gloria; estas condiciones pueden cumplirse unos días antes o después, pero conviene que la comunión y la oración por el Papa se realicen en el día en que se gana la Indulgencia.

San Francisco de Asís, el santo querido por creyentes y no creyentes, predicó ante todo la penitencia y la conversión de los pecadores desde la humildad y simplicidad. Quiso compartir el amor, el perdón, la ternura y la misericordia de Dios con todos los hombres. Que también nosotros salgamos al encuentro de cada persona llevando la ternura y la misericordia de Dios.





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